martes, 10 de junio de 2008

60 DÍAS DE VIAJE SUBMARINO

Llueve sobre Buenos Aires. Qué digo llueve, diluvia. Y yo acá, a metros del Parque Centenario, entre el ayer y el mañana, intentando domar mi propia tormenta. Por el teclado, húmedo, resbalan mis dedos y mis ideas. Pasaron dos meses desde que me fui. ¿O son 60 días desde que llegué? Sumergido en mis paradojas será difícil que llegue a buen puerto. “Sumergido en mis paradojas”, la verdad es que sería una hermosa figura retórica si la realidad no indicara que un enorme charco de agua se introdujo furioso, por debajo de la puerta del lavadero, y me tiene rodeado. ¡Maldito Al Gore! Parece que ni viviendo en un noveno piso estamos a salvo del cambio climático. Antes de morir ahogado o electrocutado por mi propia notebook, apuro mis últimas líneas. Esas que cuentan que es tiempo de reencuentros, y de despedidas. De acomodamientos incómodos. De embarazos, cumpleaños, entierros. De una última semana que llevó a mi hijo a los dos años, que también acercó a un servidor peligrosamente a la cuarentena y que despidió a mi abuelo que, benditas paradojas de por medio, se fue sin haberse ido. Sensaciones encontradas. O por decirlo mejor, desencontradas. Parece que hubiera estado filmando: “Dos cumpleaños y un funeral”, la remake argentinizada de aquella película de Hugh Grant. Porque fue así: entre mi cumpleaños y el de mi hijo se instaló el entierro de mi abuelo. Con cualquier otra persona de este mundo apostaría a la casualidad. Con el abuelo Alberto, jamás. ¿Qué duda cabe que hasta para morirse eligió una fecha que no nos permitiera ponernos demasiado tristes? Así, cobijado entre la celebración de la vida de nietos y biznietos, se hizo el distraído y se tomó el raje. Es curioso, por más que lo intento, no puedo recordarlo de otra forma que no sea riendo, contando chistes, bailando y tarareando ese jazz que llevaba aferrado a su alma. Me arriesgaría a decir que no hay nadie que pueda acordarse de él de una forma diferente. ¿Será ese el secreto de la vida eterna? ¿Que aunque te vayas te quedes? ¿Que tu solo recuerdo haga feliz a la gente? No lo sé, pero ¿cómo afirmar que alguien se ha muerto cuándo sigue tan vivo? Harto de paradojas vuelvo a mi presente. Sigo aún dentro de la era de acuario, con el agua al cuello, de lágrimas, de lluvia, de esta húmeda Buenos Aires.

RETIRO DE NOCHE

¿Puede un lugar ser símbolo de todo un barrio? No lo sé. Lo cierto es que para mí, nombrar a Retiro siempre fue signo de estar hablando de la estación de ómnibus. Como si allí se conformara un microbarrio, un mini país, y más allá de sus fronteras se extendieran otros mundos. De chico, penetraba en ese universo gigante como lo haría un pigmeo en un bosque de arrayanes. Había miedo, y también cierta felicidad por saber que ese lugar era un puente hacia otras aventuras. Un trampolín de largo alcance que me llevaba a cualquier confín de la Argentina. Con el tiempo llegué a borrar las interminables horas en micro, y nació en mí un imaginario que rayaba con la ciencia ficción. Retiro no era ya sólo un mundo aparte, era una puerta en el tiempo y en el espacio. Una pista de despegue para teletransportarse al infinito. Viví muchos años con ese recuerdo, aun sin saber que lo conservaba. Y un día, forzado por las circunstancias, regresé. Los años crean monstruos que la realidad mata sin anestesia. Retiro no era el mismo. O quizás era yo el que ya no era. Los techos no eran tan altos. Y la ficción no era tan ficción. Llegué de noche y temprano, tenía que esperar. Recorrí la estación buscando un asiento. No sería una misión fácil, los interminables pasillos estaban atiborrados de gente. Como si se rieran de la hora. ¿Acaso lo había olvidado? Allí dentro no existe la noche ni el día. El tiempo es una pasta pegajosa en la estación, una pasta que no cualquiera puede tragar. Mi búsqueda tuvo premio y di con un asiento libre y de aspecto saludable. Tal vez podría llegar con vida a mi autobús. Pero nada es tan sencillo en esta historia. Al principio con leves vaivenes, y luego como olas de tsunami, comenzó a sacudirse mi asiento. Giré molesto buscando el causante de mi paz imposible. Hubiera preferido no hacerlo, no sentarme, no volver. Me levanté y caminé. Caminé sin poder alejarme. Sus ojos perdidos, su edad indescifrable. Ya anunciaban mi autobús. Corrí y me arrojé dentro de él. Retiro me escupió, como a tantos. Y mientras ganaba distancia, me di cuenta que no podría escapar. No de ese hombre sin rostro, sin esperanza. Él no estaba de paso, vivía ahí. Lo decía en su mirada. ¿Qué habría sido de él? ¿Habría quedado atrapado en el embrujo de mi mundo imaginario? ¿O habría sido una simple víctima de nuestra desahuciada realidad? Ambas alternativas me infundían terror. Mejor no pensar. ¿No pensar? ¡Qué estupidez! Yo y mis puertas al espacio. Para ese hombre todas las puertas conducían al vacío. Intenté acomodarme en mi asiento. Sería un largo viaje.

Bs As, octubre de 2007

TIEMPO DE BALANZAS

Le temo a los balances. Y últimamente mucho más a las balanzas. Pero ya casi sumergido en el setiembre porteño puede que sea hora de revisar un poco las cuentas. Quizás las imágenes puedan hablar mucho mejor que uno. Las fotos que fui sacando todo este tiempo y que llevo sin revelar en el almacén de mi memoria. Pido disculpas, están como dije, “inreveladas”, en bruto, sin catalogar. Intentaré escupirlas, prometo, con tanto arte como me sea posible… Ey, ¿por qué dice “escupirlas” dónde debería decir “esculpirlas”? Será, tal vez, que fue eso lo que quise decir. Las teclas respiran honestidad brutal, hasta cuando se equivocan cuentan verdades. Y de contar se trata, de narrar, relatar, vivenciar. Esta Argentina modelo 2007. Este Buenos Aires modelo para armar. Los cartoneros que siguen juntando cartón y lo que “haiga”, cada noche, en cada esquina. El dólar que sube, el Euro que sube, el tomate que sube. Y uno que ya no vive en dólares, que ya no vive en Euros, que ya no come tomate. Hay trabajo. Hay hambre. Hay ganas de comer. Hay ganas de trabajar. Como si todo fuera un círculo. Un círculo que aquí, en la Argentina, puede no ser circular. Hay esperanza también, hay fe. No la encontrás fácilmente. Pero si la buscás, la encontrás. Y si la encontrás viene lo difícil: qué hacer con ella. Te gusta el fútbol y los partidos se suspenden. Te matan en las tribunas, te matan fuera de las tribunas. Te matan. Pero te sigue gustando el fútbol. Al fin y al principio también, sos argentino, ¿no? ¿Cómo vivir sin fútbol? ¿Y sin tomate? Hay mosquitos en Buenos Aires, una invasión. Mosquitos grandes, chiquitos, peludos. Mosquitos anti raid, mosquitos anti spray… Ay… Hay mosquitos hasta con bufanda. Y pingüinos, por supuesto. Porque nieva en Buenos Aires. Carajo que nieva. De arriba hacia abajo. De costado y de revés. Por todos lados nieva. En la plaza de Villa Urquiza, en Ezeiza, en el Obelisco. Y yo me pregunto: ¿Será este mundo globalizado y global que hace que nieve? ¿Será la nevada mortal que auguraba El Eternauta? ¿No resultará que estamos muertos y que nadie nos avisó? O será que no volví. Que lo soñé. Que me soñé soñando que volvía. Será como decía, que le tengo miedo a las balanzas. Y que, con tal de no subirme a una, puedo terminar diciendo cualquier disparate.

Bs As, setiembre de 2007