sábado, 24 de julio de 2010

29 DÍAS DE FEBRERO (3º Capítulo)

Capítulo 3



¿Por qué todo tiene que tener un sentido? ¿Por qué necesariamente tenemos que estar yendo hacia alguna parte? La bendita manía de buscarle explicación a la vida, de encontrar una razón, un justificativo de nuestra existencia. No sé si pasa por ser existencial, o no serlo. No sé por dónde pasa, ni sé si me importa. Bueno, sí, me importa. Y me duele. Me duele ser existencial. El hecho de aceptar mi existencia conlleva la aceptación de la no existencia. ¿Cómo pudo existir un mundo sin mí? Y lo que es mucho peor, ¿cómo podrá seguir girando el planeta cuando yo no esté? Podrán tildarme de egoísta por tener tales pensamientos. Y sí, tendrán que perdonarme, pero cuando se trata de mi vida (y de mi muerte) puedo volverme extremadamente avaro. Es mi vida, mía, y de nadie más. Y no la quiero perder. Me importaría dejar este punto muy claro: no quiero que se termine. Sí, sí, ya sé que todo tiene un final. Es vox populi (dei). Me lo puedo tomar con humor incluso, pero es todo teatro. Es una máscara disfuncional. No hay teatro ni máscara. No hay función que funcione. La idea del fin es una prolongada agonía que llevo arrastrando desde mi primera infancia. ¿Y por qué un niño, alguien que recién comienza el camino tiene que andar con semejante carga? ¿Es que no se puede disfrutar jamás de cierta inconsciencia? Se han escrito toneladas de páginas sobre el tema. Y se seguirán escribiendo. Supongo que es porque es EL TEMA. Casi todo tiene solución. Casi todo tiene explicación. La ciencia ha podido con la inconsciencia prácticamente en todo. Pero a la muerte no hay con qué darle. Sí, se puede saber la causa por la que uno se muere o se va a morir. Es un por qué. Pero es sólo un tibio por qué. El por qué más importante ni por asomo lo conocemos. ¿Por qué me tengo que morir? ¿Eh? Eso nadie me lo sabe responder. Todos nos morimos, te responden. ¿Qué les pasa, se olvidan de mi egocentrismo mortal? Me importa muy poco el TODOS. Me importa el YO. ¿Por qué habría de conformarme, por qué habría de consolar mi propia muerte el hecho de que todos los demás también sigan mi camino? En cuestión de muerte me cago en el socialismo. Pero el capitalismo salvaje no me ofrece consuelo, ni soluciones. La vida es como subirse a una cinta de esas que hay en algunos aeropuertos modernos. Cintas que te llevan, te empujan aunque no quieras. Puede ser más o menos divertido el viaje. Pero en algún momento se termina. Allí adelante te espera un abismo profundo y oscuro. Y cada día (cada segundo) está más cerca. Supongo que a nadie le gustará leer estas líneas. Sin embargo, por más que pasen de página, por más que cierren el libro (los ojos). Por más que consigan evadirse hacia otro lugar más cómodo, eso no cambiará la realidad. El código de barras, la etiqueta con fecha de vencimiento seguirá allí. Marcando el ritmo decreciente de nuestros destinos. Nada que diga lo puede cambiar. Nada que haga modificará ni un ápice los acontecimientos que ya fueron marcados en algún libro sin hojas. Es un cáncer voraz que te come por dentro. Con el mismo apetito que devora el Amazonas, o se traga una estrella. La nada que puede con el todo. No somos nada. No, es una frase falaz. En todo caso, no somos todo. Somos nada. De la nada venimos, y hacia ella vamos. Por momentos, de tanto repetirlo parece que me puedo sentir algo más cómodo con la idea. Es una ilusión. Cuando lo vuelvo a pensar, cuando lo internalizo, nace un dolor, una punzada en las tripas. Un aguijón que se retuerce y esparce su veneno. Como aquellos personajes del Eternauta, los Manos. Poseían una glándula incrustada en su interior, y al sentir miedo, al sentir verdadero terror, la glándula estallaba y sus venas se llenaban de muerte. La glándula del terror. Quizá Oesterheld supiera algo que no nos contó.

martes, 25 de mayo de 2010

29 Días de Febrero (2º capítulo)

2-


-Entonces así están las cosas. Voy derechito al limbo, o cómo se llame. Y decime, a vos te contrataron de mensajero, nomás. O vas a ser el balsero que me cruza al otro lado de la orilla. Ojos como monedas. Eh, qué pasa, te comieron la lengua los gusanos?
No había podido evitar que las palabras de Pablo, la profecía amarga que había vertido sobre mi (no) existencia, le diera un vuelco a mis emociones. Súbitamente, una furia poderosa se había hecho carne en mí.
¿Palabras? Yo no dije nada.
-¿Eh? ¿Qué dijiste?
Yo no ESTOY diciendo nada.
Pablo miraba como hipnotizado el ventilador de techo que con giros gastados apenas arañaba el aire que teníamos sobre nuestras cabezas.
Ah, la cosa va de hablar para dentro. Si querés jugar a eso, yo también puedo…
-Eh, dejá de mirar el techo como un boludo, te estoy hablando. No podés soltarme una cosa así y después hacerte el indiferente.
¿Vos te pensás que para mí es fácil? Ni te imaginás lo que…
-Pará, pará un poquito. ¿Es mucho pedir que abras la boca para hablar? Digo, ¿no te parece que la situación ya es lo bastante surrealista?
Como salido de un trance hipnótico, Pablo quitó la vista de las aspas del ventilador y me miró a los ojos.
-¿Qué querés saber?- me preguntó con su mejor voz neutra, en ese momento, me resultaba imposible encontrar entre sus cuerdas vocales el menor atisbo de emoción.
-Gracias, prefiero esto la verdad.
-¿Qué cosa?
-Que seas un fantasma ya es duro. Pero tener que hablar con un zombie sería pedirme demasiado.
Esperé por una sonrisa que nunca llegó.
-¿Y ahora qué?- le pregunté-. ¿Cómo sigue la novela? ¿Me siento a esperar que llegue el día señalado? ¿Corro a vivir todo lo que me falta vivir? ¿Qué?
-No te enojes conmigo, Marcos.
-¿No? ¿Y con quién me enojo? ¿Con la puerta? ¿Con la tortuga?
-No tenés tortuga.
-Por eso.
-Yo ni siquiera sé cómo llegué hasta acá.
-Sabrás quien te mandó, ¿no?
-No. No lo sé.
-No te creo. ¿De dónde sacaste eso, entonces? ¿Cómo es que venís acá a decirme que me voy a morir? ¿Cómo lo sabés?
-No sé cómo lo sé. Sólo sé que tenía que venir acá y decírtelo.
-Ah, mirá qué bien. Bueno, genial, gracias por venir. ¿Y ahora qué? ¿Cumpliste tu misión y te vas?
- Desconozco la continuidad de los hechos. Me gustaría quedarme… acompañarte, no sé.
-Claro, cómo perderte el placer morboso de verme seguir tus pasos.
-No, no es eso. Por ahí te puedo ayudar en algo.
-No voy a seguir tus pasos. No voy a ser tan pelotudo.
Pablo se quedó mirándome, podría jurar que se mordía la lengua. Pero no dijo nada.
-Por otro lado, por qué habría de quererte… de creerte, digo. Todo esto es absurdo. Qué se yo, si fuera navidad al menos, podría pensar que estoy en un cuento de Charles Dickens.
En verdad la lógica había abandonado mi vida un largo tiempo atrás. Había visto y oído cosas que prefería mantener encerradas con doble, o triple llave allí en el sótano de la razón. Pero pedir que me trague esto, era pedir demasiado.
-Qué, ¿sos eso? – lo increpé-. ¿Venís a ser eso? ¿Un espectro? ¿Un fantasma de navidades pasadas?
-Pensá lo que quieras-dijo.
-Venís a avisarme. Venís a advertirme. Mirá, mirá lo que fue, lo que es tu vida. Mirá en lo que te vas a convertir. Estás a tiempo, eh. Podés redimirte. Podés ser querido por todos.
-No soy más que el recuerdo que tenés de mí.
Me quedé pensando en esa última frase: “No soy más que el recuerdo que tenés de mí”. Se me daba bien, y bastante seguido, lo de realizar innecesarios, e inoportunos, análisis del discurso. ¿Esta vez también, Marcos? ¿Estás seguro?
-Recuerdo-alcancé a decir-. Re… cuerdo.
No pude seguir hablando. La risa ya le había ganado la pulseada a mis emociones. No sé cuento tiempo duró. Pero fue un ataque de esos importantes, que te dejan sin aire en los pulmones y con un dolor en la mandíbula que tarda bastante en irse. Pablo no hizo más que quedarse mirándome. ¿Listo, ya está? Parecía estar preguntándome con la vista. Aunque claro, no dijo nada. Ni siquiera al estilo zombie.
-Tenés que haber estado muy loco-le dije cuando finalmente conseguí dominar las carcajadas-. Pero que muy loco… para hacer lo que hiciste.
-Si a vos te sirve… Sí, es más sencillo verlo de ese modo-dijo.
-No te perdoné, sabés. Nunca te lo voy a perdonar.
-Es una lástima. Aunque no busco tu perdón.
-No, sólo buscás que sea como vos. Un loco… recuerdo.
Me puse de pie y caminé hasta la ventana. Era media mañana ya, el único momento del día en que los rayos de sol se colaban en mi cocina. Sin embargo no había ni atisbo de ellos, estábamos casi en penumbras. Abrí la ventana. Ni una nube en el cielo. Sin dudas, el día se había empecinado en ponerme las cosas difíciles desde temprano.