martes, 10 de junio de 2008

RETIRO DE NOCHE

¿Puede un lugar ser símbolo de todo un barrio? No lo sé. Lo cierto es que para mí, nombrar a Retiro siempre fue signo de estar hablando de la estación de ómnibus. Como si allí se conformara un microbarrio, un mini país, y más allá de sus fronteras se extendieran otros mundos. De chico, penetraba en ese universo gigante como lo haría un pigmeo en un bosque de arrayanes. Había miedo, y también cierta felicidad por saber que ese lugar era un puente hacia otras aventuras. Un trampolín de largo alcance que me llevaba a cualquier confín de la Argentina. Con el tiempo llegué a borrar las interminables horas en micro, y nació en mí un imaginario que rayaba con la ciencia ficción. Retiro no era ya sólo un mundo aparte, era una puerta en el tiempo y en el espacio. Una pista de despegue para teletransportarse al infinito. Viví muchos años con ese recuerdo, aun sin saber que lo conservaba. Y un día, forzado por las circunstancias, regresé. Los años crean monstruos que la realidad mata sin anestesia. Retiro no era el mismo. O quizás era yo el que ya no era. Los techos no eran tan altos. Y la ficción no era tan ficción. Llegué de noche y temprano, tenía que esperar. Recorrí la estación buscando un asiento. No sería una misión fácil, los interminables pasillos estaban atiborrados de gente. Como si se rieran de la hora. ¿Acaso lo había olvidado? Allí dentro no existe la noche ni el día. El tiempo es una pasta pegajosa en la estación, una pasta que no cualquiera puede tragar. Mi búsqueda tuvo premio y di con un asiento libre y de aspecto saludable. Tal vez podría llegar con vida a mi autobús. Pero nada es tan sencillo en esta historia. Al principio con leves vaivenes, y luego como olas de tsunami, comenzó a sacudirse mi asiento. Giré molesto buscando el causante de mi paz imposible. Hubiera preferido no hacerlo, no sentarme, no volver. Me levanté y caminé. Caminé sin poder alejarme. Sus ojos perdidos, su edad indescifrable. Ya anunciaban mi autobús. Corrí y me arrojé dentro de él. Retiro me escupió, como a tantos. Y mientras ganaba distancia, me di cuenta que no podría escapar. No de ese hombre sin rostro, sin esperanza. Él no estaba de paso, vivía ahí. Lo decía en su mirada. ¿Qué habría sido de él? ¿Habría quedado atrapado en el embrujo de mi mundo imaginario? ¿O habría sido una simple víctima de nuestra desahuciada realidad? Ambas alternativas me infundían terror. Mejor no pensar. ¿No pensar? ¡Qué estupidez! Yo y mis puertas al espacio. Para ese hombre todas las puertas conducían al vacío. Intenté acomodarme en mi asiento. Sería un largo viaje.

Bs As, octubre de 2007

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