viernes, 28 de noviembre de 2008

CURSIVA MORTAL

A veces uno se ve obligado a enfrentarse con su pasado. Y no porque el analista nos clave una pipa en la nuca esperando confesión. Nuestra historia, los recuerdos, el background que nos rellena cual gomaespuma, puede fugarse como si no fuéramos más que un almohadón viejo y deshilachado. En mi caso, bastó apenas un trámite en una escribanía para que me subiera al Delorean con Michael Fox y viajara sin escalas a mi propia infancia. Para ser sinceros, no fue necesario un coche cargado de plutonio, ni ninguna máquina pergeñada por H. G. Wells, para realizar mi travesía. Sólo el pedido de la secretaria para que rellenara el formulario en letra cursiva. Mi primera reacción fue observarla como si lo que me estuviera pidiendo era que escribiera en jeringozo. De hecho, cerca estuve de escribir mis respuestas en esa jerga. Hubiera resultado más fácil, sin dudas. Al terminar la primaria, odiaba tanto mi letra cursiva, que me perjuré no volver a incurrir en semejantes garabatos nunca más, y fui acogido en la uniformidad de la letra imprenta, tanto en mayúscula como en minúscula. Con el tiempo vino la máquina de escribir, y poco después llegaron las computadoras. Con lo cual, empuñar cualquier tipo de lápiz o birome pasó a ser algo casi ajeno, fuera de moda incluso. Y ahí estaba otra vez, enfrentándome a aquella letra cursiva que había aterrado a cuanto renglón de cuaderno Gloria había tenido debajo. No es justo, pensé. Y pensé en imprenta, porque hasta a ese nivel había llegado mi odio y temor a la maldita letra cursiva. ¿Otra vez vos? Otra vez el delantal manchado de tinta, el papel secante, los cartuchos pinchados de la 303. Otra vez mi letra de tic nervioso, de pis en la cama, de … ¡Basta! No podía ser tan difícil. Tenía que terminar de una vez con todo eso, por una cuestión de orgullo, y sobre todo porque la secretaria, a esas alturas, ya me miraba como si efectivamente tuviera puesto un delantal manchado de tinta, y aún peor, como si un enorme charco de pis estuviera saliendo debajo de mí. Algo que, por otra parte, no estaba muy lejos de concretarse. Tardando ocho veces más de lo normal, creí sortear con éxito la maldición cursiva. Mi letra no distaba mucho de ser la misma que usaba en segundo grado. Hasta podría decir que era como la de preescolar, si hubiera sabido escribir para ese entonces. Pero, y aun con pasos de lisiado famélico, había llegado al final. Apenas me faltaba escribir el apellido de mi madre. Una ñoñera, una pavadita de nada. ¡Un mal nacido apellido ruso judío terminado en la letra K! Y no es que tenga nada en contra de los judíos, ni de los rusos, ni siquiera era algo personal con los Kirchner. El problema era no tener ni la menor idea de cómo se escribía la letra K en el bendito lenguaje cursivo. Lo intenté, una y otra vez, en mi mano, en la mesa, y hasta habría seguido intentando en las paredes sino hubiera tenido la plena seguridad de terminar en la cárcel o en un cotolengo. Era así, para arriba, y después con una pancita. No, así no. Era como una ele que luego hacía un firulete y… No, ¡así era la clave de sol! Imposible. Rendido, entregado, hincado ante mi derrota, me acerqué hasta la secretaria, arrojé la hoja en su escritorio, y me alejé rezando que no me pusiera un 0. Al menos, en casa de mi mamá, y para bañar mis penas, me esperaba una leche con vainillas.


Setiembre 2008

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