domingo, 3 de mayo de 2009

HUMO

Humo



Luz en las manos. Y humo en los ojos. Todo se hizo blanco. Del otro lado de la mesa el acto reflejo. Blanco disipándose hacia el techo. Entonces de nuevo, bien fuerte, hacia dentro, y hacia fuera. Y el humo que baña sus caras, los vidrios. Una y otra vez. El vacío que se llena. Y se vacía. Él no se queda atrás. Su destreza lo lleva a imaginar figuras. Las viste de blanco y les da segundos de gloriosa vida. Sus pulmones parecen tener aun algo que decir. Lástima que ella sólo tenga ojos para su propia nube. ¿Formas? ¿Qué formas? Las nubes son eso. Nubes. Y punto. Ella sabía que alguna vez este ritual le había traído algún placer. Qué idiota. No podía permitirse eso. Lo importante era llenarse bien, dejarse inundar. Y luego soltar, borrar, huir. Eso sí, era interesante ver como ardía al inspirar. Incluso, cuando lo deseaba, podía ensombrecer cualquier brasa que se pusiera en su camino. Pero cada vez deseaba menos. En cambio, él sí conservaba algo de gusto por el humo disociado. Le gustaba ver su humo al chocar con el de ella. Porque por muy curioso que resultara, sus humos jamás se fundían. Si alguna vez los hubiera visto mezclarse, es seguro que hubiera dejado de exhalarlo. Se lo hubiera tragado, sin más. Y aun así trabajaban en equipo. La batalla los volvía poderosos, construyendo una pared casi infranqueable.
Se quitó los anteojos y los limpió con sumo detalle y algo de fastidio, el humo también tenía sus consecuencias molestas. De súbito una tos. La estúpida había vuelto a atragantarse. Ni eso podía hacer bien ya. El mágico hechizo a punto de hacerse añicos por tanta necedad. Pero enseguida un carraspeo tranquilizante y una nueva bocanada de dimensiones inverosímiles. Le costaba admitirlo, mas envidiaba su capacidad irresoluta para... no morirse. Lo había tomado con la guardia baja y con asco se descubrió envuelto en su humo. Claro que no se dejaría intimidar, chupó y le devolvió una hermosa nube, dedicada y de su autoría. Las cosas en su lugar. Y el humo también. Un ruido de sillas le indicó que tal vez a los de la mesa de al lado no les agradaran sus nubes. Pues una lástima, y a joderse. Chupó y largó. Chupó, retuvo y volvió a la carga. Algo que no sabía ella. Nunca se le había dado bien el retener nada. El humo de él la rodeaba y se revolvió incómoda en su silla. Estuvo a punto de levantarse pero no. Nunca le daría ese gusto. Inhaló, con clase, con toda la clase de la que él tanto carecía, y exhaló. El humo salió con fuerza, por su boca, por su nariz, incluso juraría que lo sintió en sus ojos. Volvió a inhalar y con horror descubrió que quedaba poco allí, casi nada. El humo ya no era el mismo. Y del otro lado la historia se repetía. El blanco... era gris. Comenzaba a adivinarlo detrás de la nube y la sola idea de ver su cara otra vez, le dio náuseas. Tenía que hacer algo, y tenía que hacerlo pronto. Busco rápido en el paquete y se lo llevó con destreza a la boca, aunque el apuro casi lo hace caer de sus rojos y furiosos labios. “Fuego, mi amor”, dijo ella. “Fuego, mi vida”, respondió él. Luz en sus manos. Y fuego en su boca. Los pulmones que se abrasan. Y el humo blanco que vuelve, salvador, envolvente. Ese humo tan espantosamente agradable.

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