domingo, 3 de mayo de 2009

UN TREN

Un tren



Túneles que tragan y vomitan. Los andenes se repiten vacíos.
El tren se detiene. El hombre con sueño sube al vagón que le toca en suerte. Se reanuda la marcha y el hombre casi pierde el equilibrio. Su viaje sin escalas al suelo se interrumpe por un caño salvador. Allí está todo un poco oscuro pero el hombre alcanza a ver el contenido que le brinda su vagón. Hay asientos vacíos, aunque mejor no apresurarse, lo espera un largo viaje y no es cuestión de elegir muy a la ligera. Están muertos, piensa divertido al ver la profundidad con la que todos duermen. Termina decidiéndose por un sitio al lado de un obeso, que promete ser un excelente almohadón. Se acomoda y luego de unos segundos comprueba, feliz, que su elección no pudo ser mejor, su grueso compañero, además de mullido, es un muro de silencio, nada de molestos ronquidos. Cierra bien alto su abrigo buscando evitar viejos pecados, días atrás pescó un molesto resfrío por culpa del viento helado que se inmiscuye por las ventanillas rotas. Se acomoda despacio y con cuidado sobre la gentil anatomía del obeso. Y se dispone, ahora sí, a dormir un largo sueño.
¿Son campanas? Esas son campanas, sí. No, no, si ya no se utilizan. No son campanas.
¿Entonces qué son? Porque sonar suenan. Sí, deben ser campanas. Aunque… ¡No puede ser! El problema no son las campanas, las ovejas o los mil demonios. El problema es que ahora, cuando tiene que venir, el sueño no viene. ¿Lo habría dejado en la estación? O tal vez en el trabajo, sobre el escritorio, junto al periódico. ¡El periódico, qué estúpido descuido! Lo bien que le vendría ahora algún artículo soporífero de esos tan habituales. En cuestión de segundos podría acompañar al gordo y a todos los demás en sus férreos dormitares… Ese sonido, ese sonido… Es una hoja, un libro, la hoja, ¡la hoja de un libro! ¡Eso! Pero de dónde… allí, allí está. Casi al fondo del vagón, y sentado en forma muy cómoda y relajada, alguien lee. Desde esa distancia le cuesta observar quien es el misterioso lector, y más aún, definir su tipo de lectura. Sólo la caída inconfundible de las hojas le da certeza. Allí hay alguien cultivando ese acto sagrado, sí, señor. Así que por qué no…
Un andén desierto pasa fugaz.. El hombre sin sueño llega al fondo del vagón. Y que lo maten si no tenía razón. Allí sentado, hay un pequeño hombre con una enorme bufanda roja tapándole casi todo el rostro, sólo sus ojos escapan de su abrigo y viajan en un libro gris. Con la estrategia y cálculo de un experto, sus pasos distraídos van a parar al asiento contiguo al lector. Al sentir el contacto, suave pero contacto al fin, el lector se mueve algo inquieto. Sin quitar la vista del libro, se desplaza unos centímetros hacia el otro costado, donde dormita profundamente un hombre calvo. El hombre sin sueño no va a abandonar ahora que se encuentra tan cerca de su objetivo. Estira un poco su cuello y afinando la vista consigue leer un par de líneas del libro gris. Cúbreme de sueños si tienes la vida detrás de tus muertos. ¿Qué porquería es esa? ¿Poesía? Poesía barata. Genial, no hará falta mucho esfuerzo para dormirse. El lector de la bufanda roja vuelve a incomodarse con la presencia cercana del hombre sin sueño. Al menos, sus carraspeos constantes y gestos de fastidio así lo dan a entender. Mueve su cuerpo, alejándolo un poco más aún, y acomoda su bufanda como un escudo en derredor del libro gris.
¿Pero qué se cree este hombrecito? ¿Qué significa esta absoluta falta de solidaridad? Ya podría meterse su asqueroso libro allí donde… No, no se saldrá con la suya. Años de miradas distraídas, de vistazos fugaces, había tenido periódicos más esquivos y libros mucho más ágiles. El hombre sin sueño vuelve a estirar su cuello, una jirafa en puntas de pie no daría mejor aspecto. Sumando una leve pero significativa inclinación de cabeza, logra su objetivo. Página 48, siembran desdicha en la nada. Crecen sin ver, lúgubre es tu mirada si está cubierta de espinas. Ver el otro lado de… No, no otra vez. La bufanda roja gira sobre el libro gris cual boa con apetito voraz. Así, ni el mismo hombrecito podrá leer su estúpido libro. El hombre sin sueño no se considera una persona violenta. Claro que si se meten con él… Qué significa este mercantilismo del arte. Esta apropiación de letras, ¿no es acaso otro asqueroso culto a la propiedad privada disfrazado en forma de libro cruel? Quiere compartir su indignación con el mundo entero, pero allí son todos tan egoístas que ni una mísera gota de sueño dejan caer en su sombrero. Casi como sin darse cuenta, el hombre sin sueño incrusta su codo sobre las magras costillas del hombrecito gris. Este se estremece, mas sigue sin desatar la boa roja que atesora su libro. El codo vuelve a caer con el doble de fuerzas y entonces sí, el hombrecito emite un pequeño gemido. Qué otra cosa sino pequeña podía ser cualquier cosa que saliera de ese insignificante y diminuto ser. Al hombre sin sueño le divierte esa imagen y repite en forma violenta el atractivo andar de su codo a las costillas del enano. Será mejor que ese libro se abra pronto porque sino… El hombrecito lo mira a los ojos por primera vez. No es feo, pero dista mucho de ser mínimamente bello. Sí tiene algo que lo resalta. Unos enormes y desproporcionados ojos negros, que parecen devorar al hombre sin sueño. Incluso él mismo puede ver su imagen reflejada en ese inmenso iris espejado. A nadie confesaría jamás el ingobernable terror que lo invade en ese momento. Incluso llega a plantearse un pedido de disculpas sobre la anatomía de aquel avaricioso enano. Cual es su sorpresa cuando éste, sin mediar tiempo ni distancias, toma el libro gris y se lo ofrece con amabilidad. El hombre sin sueño no cabe en sí mismo. El libro entre sus manos, el sueño susurrándole al oído, está lleno de dicha. ¿Tan equivocado puede estar un ser humano? No hay ningún enano allí, claro que no. Sólo un gigante majestuoso en su generosidad. Diría que casi un rey, Y aunque esos ojos siguieran pareciéndole algo siniestros, no podía haber maldad en un ser tan puro. Ahora, no contento con haberle ofrecido su lectura, le ofrendaba también su preciosa bufanda roja. Ardua habría sido la labor de su madre para tejer tal abrigada y perfecta prenda. Y se la cedía sin más. ¡Despiértense dormilones, despierten y vean a un hombre de verdad! Porque a no dudarlo, aquí tenemos a… El hombre sin sueño descubre algo en el rostro del hombrecito que hasta allí le había sido inescrutable. Está sonriendo. Y es una sonrisa sin gracia. Siente las manos pequeñas aferrando la espesa bufanda. Siente como el colorado y tenso abrigo rodea más y más su cuello. Grita, sí, pero es un grito ahogado. Nunca mejor dicho. Recuerda sus codos e intenta buscar las costillas del hombrecillo una vez más. Advierte que, con la bufanda roja ciñéndose a su cuello, sus codazos no provocaban el mismo efecto. No provocan efecto alguno. ¡Oigan, ey, despierten, no ven lo que me está haciendo!
No se puede decir que el hombre sin sueño no haga nada por librarse. Patalea, golpea columnas y ventanas, incluso se arrastra por el sucio suelo del vagón. Pero a medida que el aire abandona sus pulmones, algo reconfortante invade cada célula de su cuerpo. ¿Para qué gritar, para qué luchar? El sueño tan anhelado ha llegado para cubrirlo todo.
El hombre con sueño apoya su cabeza en la ventana. Muy cerca suyo descansa el hombre calvo. Más allá, en la otra punta del vagón, aquel entrañable y silencioso obeso. De hecho, el silencio reina en el vagón. Todas las cabezas acompañan el ritmo que profesaba el veloz andar del tren.
El hombrecito vuelve a rodearse con su bufanda. Abre el libro y, con suma calma, continua con la lectura.
Andenes que tragan y vomitan. Los túneles se repiten vacíos.

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