domingo, 3 de mayo de 2009

PALOMA TRAS UN VIDRIO ESMERILADO

PALOMA TRAS UN VIDRIO ESMERILADO



DELICIOSA INSPIRACION







Estuve un año sin que se me ocurriera una historia. Y sabemos que eso es trágico para cualquier escritor. Más si el representante y el editor son impacientes; y los míos lo eran.
Pero hace un par de meses, al recluirme en mi sala de escribir, encontré la inspiración buscada durante tanto tiempo. Me senté cómodamente en mi sillón preferido y bebiendo un sorbo del café repugnante que tanto me gustaba dirigí la mirada al techo por casualidad. Y allí estaba ella. Podía distinguir sus alas desplegadas y adivinaba su cara de sorpresa a través del vidrio esmerilado. Sobre mi techo, en una señal que auguraba quien sabe qué, la paloma yacía muerta. Fue como un violento golpe que sacudió mi cerebro. Entré en estado de shock y de inmediato comencé a escribir. Esa misma noche culminé el relato. Al releerlo me envanecí. Era perfecto, y por más que me esmeré no le encontré ningún error. "Listo para editar" diría González, mi representante, y era verdad. Me acosté con la satisfacción que sentimos los escritores al terminar una obra.
Por la mañana, antes de ver a González, me propuse darle un feliz entierro a mi musa inspiradora. Entré a la sala y, aproximándome al techo, observé sorprendido que mi amiga ya no estaba sola. A unos cincuenta centímetros de su cuerpo la acompañaba otra paloma. La gran mancha oscura que tapaba su cabeza y parte de su cuerpo me hizo suponer que ésta había tenido una caída mucho más violenta. No tuve mucho tiempo para pensar en eso. La inspiración me atacó nuevamente como una ola gigantesca que amenazaba con ahogarme si no escribía pronto. Así que pospuse el entierro y me abalancé sobre mi Remington. A la medianoche terminé de escribir un relato aún mejor que el anterior. Loco de felicidad tomé el teléfono para llamar a González. La ausencia de tono me recordó que hacía seis meses que no lo pagaba. No me importó, al otro día iría personalmente y, al ver mis escritos, es seguro que me adelantaría algún dinero.
Al levantarme terminé convenciéndome de que algo milagroso sucedía en mi techo: una tercera paloma descansaba en él. Me quedé varios minutos paralizado. Cuando reaccioné ya tenía una nueva historia en mi cabeza. González debería esperar, mi Remington estaba aguardándome impaciente.
En los días que siguieron dejé de sorprenderme. Por el contrario, me levantaba cada mañana y esperaba ansioso la caída de las palomas. Con su muerte nacían en mí formidables historias. Aprendí a quererlas y en las noches lloré por aquellas generosas aves que se sacrificaban brindándome inspiración. Todo iba perfecto, hasta que, de a poco, comenzó a atacarme un problema que no había tenido en cuenta, el hambre. Las pocas reservas de comida que habóa en mi despensa se agotaron enseguida y no tenía tiempo ni dinero para salir de compras.
Lo habría soportado, juro que aunque el hambre que sentía era atroz, igual lo habría soportado. Pero un día me desvanecí y no pude seguir escribiendo. Eso me decidió. Coloqué la escalera y con las pocas fuerzas que me quedaban trepé cuidadosamente por el vidrio esmerilado y tomé las dos palomas que me parecían más recientes. Intentar encender la cocina hubiera sido inútil, a esa altura ya ni gas tenía. Así que elegí una y, luego de sacarle las plumas defectuosamente con un cuchillo, me la comí cruda. Las náuseas me invadieron y la vomité de inmediato. Maldiciéndome seguí el mismo proceso con la otra y luego de tragarla tapé fuerte mi boca con ambas manos. Dió resultado, por Dios que dió resultado. Con su digestión renacieron mis fuerzas, ya no sólo alimentaban mi cerebro, también le daban de comer al resto de mi organismo.
En los últimos días aprendí a vencer el asco y empecé a acostumbrarme a su crudo sabor. Incluso las historias mejoraron desde que inicié ese rito. Así que se me ocurrió que la mejor idea surgiría al comerme a la primera. Subí rápido al techo y allí mismo empecé a devorarla. A pesar de su estado putrefacto me supo deliciosa, parecía que, como a los vinos, el paso del tiempo le había dado mejor sabor.
Quizás fue el apuro o las plumas que olvidé quitarle, lo cierto es que al darle el último bocado me atraganté. Los intentos de sacar ese pedazo de mi garganta fueron estériles y caí de boca sobre el techo. Mientras las últimas gotas de aire huían de mis pulmones, pude ver a través del vidrio lo que todas ellas vieron y sentí que algo se transformaba dentro de mí.
Cerré mis ojos y volé. Volé sin saber a dónde ni por qué, perdiendo la noción del tiempo. Hasta que de pronto lo ví. De inmediato reconocí mi destino y me arrojé sobre él.
Y hoy aquí aguardo, estrellado sobre el techo. Pero no me desespero. En algún momento me divisará y entonces quizás, el ansia de saciar su apetito, me brinde la posibilidad de aferrarme por siempre a su garganta.

2 comentarios:

Quijotedelplata dijo...

Muy bueno Marian corto y efectivo, te felicito amigo...

Mariano dijo...

Gracias Diego, este cuento fue uno de los primeros que escribí, allá por el año 1992 en el primer taller literario que hice. Está publicado en un antología de cuentos de autores noveles. Abrazo!